martes, junio 26, 2007

Interludio: veinticincodemayo



Los chicos de Palermo se derraman entre el sushi y la nieve. Debajo de la voz. Extrañamente, tienen frío, aleteando bajo sus ojos semicerrados, llenos de promesas de té de canela y jengibre caliente. Y grandes cristales que se empañan despacito, detrás de pisadas de botas puntiagudas en la vereda humedecida. Esta pequeña gota en el mundo es mi ciudad, cocida al calor de lámparas naranjas y manos de hombre. Parpadeando en los reflejos de las grúas y las luces sobre el agua negra. Baldosa tras baldosa, las ristras de luces azules quedan atrás, con su resplandor de pecera lejana en el espejo retrovisor. Si pudiera volver a tener sus grandes ojos fijos y tristes de vidrio, o su alegría de artista recién becado...Después, todo es barrido como un remolino de hojas doradas sobre el empedrado, al atardecer, cuando los chicos de Palermo terminan el brunch y se miran, inciertos. Adormecidos, o despiertos en un momento de flores perfectas de tallos largos recién puestas en agua. El invierno llega antes de tiempo y luego se disuelve, dicen los meteorólogos, casi sin ruido. Mientras, yo encuentro el color de hilo exacto para zurcir una remera nueva y bebo mi taza de chocolate caliente en una tarde patriótica y remota. No hay más respuesta que los ojos grandes volando sobre las cosas, que el recuerdo de los manteles a cuadros donde el pan se desmigajaba. Y los motores de los juguetes que dejaron de funcionar; y un rizo de mi pelo deshecho entre tus manos. Y una bocanada de viernes caliente mojando los labios. El deseo de niña de morder moras, que se estira hasta ahora. El hombre que untaba la mesa de manteca no estaba muy lejos del adorno azul de Navidad; yo los busco sin saber que son una misma cosa. Y esa tranquilidad de preludio, de noche y fiesta, en la calle, y esa incertidumbre de madera enmantecada que se trepa por mis piernas, se encuentran en los dos extremos de un círculo a punto de formarse. Sobre mis labios que ya no quieren beber un día nuevo. El frío, el almohadón de cebra, los muebles de diseño. Todo eso lo vi hace muchos años, igual que ahora; me miraba, igual que ahora, en el reflejo de la vidriera, lista para todo el amor del mundo. Pero no lo sabía. Con la garganta sedosa de alcohol, de sal y color rubí, disolviendo pastillas de tiempo, los chicos de Palermo lloran lágrimas de vidrio redondas, luminosas; y sin saberlo, lejos de la belleza apacible y descolorida que los caracteriza, se vuelven, por un instante, verdaderamente hermosos.

La pelusa de mi corazón en un soplo de tu boca
beber demasiado mundo rojo
desaparece y desde el mundo líquido, mi cuerpo sumergido ama
con un gorgojeo.

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