miércoles, enero 17, 2007

Siete

Mi oftalmóloga tenía el pelo negro, parecido a Betty Boop, pero con muchos, muchísimos más años. Cada dos por tres me mandaba hacer un campo visual. Es importante que los campos visuales salgan bien. Significa básicamente que la persona tiene la habilidad de ver cosas que están pasando en puntos más o menos alejados del lugar donde focaliza su atención. En la práctica, esto raramente sucede. Es esa famosa cuestión el árbol y el bosque, que también puede entenderse como el bosque y el árbol. Siempre hay una cosa que tapa a la otra.

Cierto escritor español galardonado por la Real Academia opina que las mujeres tienen un temperamento algo chismoso y realista. En contrapartida, pienso yo, son pocos los hombres que saben despegarse del suelo cuando escriben. Generalmente son homosexuales, les gusta el té importado, los pañuelos de seda y los gatos persas de pelaje gris humo.

Lo bueno es que cuando uno escribe puede decir cualquier cosa, porque total no es uno. Es otra persona generalmente llamada narrador, que es alguien que suele tener algo que contar, y a veces sabe todo acerca de las cosas y las personas de las que habla; es un chismoso absoluto, podríamos decir, pero queda mejor decir que es omnisciente. Las cantidad de palabras raras que puede decir o escribir alguien nos dan un parámetro de la extensión de su educación. Hoy en día estar educado no es realmente importante para ser feliz, por eso los que sí están educados están más esforzados que nunca en demostrar la importancia de la educación. Quieren que el pensamiento tenga valor en el mercado, porque es lo que ellos tienen, y les da rabia no poder venderlo bien. En verdad no usan la palabra felicidad, les da un poquito de cosa, de resquemor, digamos, que suena mejor. La felicidad continúa siendo eso que al intelecto se le escapa por completo, aunque trata de disimularlo.

Es muy importante aclarar cuándo uno es el narrador y cuándo uno es uno. De lo contrario, se puede dar lugar a equívocos considerables.

De todos modos, a veces el narrador no sabe nada de nada, y uno tiene la sensación de que es un pobre tipo que está tan perdido como nosotros.

Cuando sucede algo verdaderamente trascendente, rara vez involucra a más de dos personas. Quedan recortadas, iluminadas de blanco sobre negro, flotando sin nada alrededor, sin fondo y sin tiempo. La cámara se aleja despacio.

Aprendí a patinar a los seis años con patines de cuatro rueditas. En esa época las pistas de patinaje estaban de moda. Luego dejé de patinar por mucho tiempo. A los trece o catorce años salíamos los viernes por la tarde, después del colegio. Entonces estaban de moda las pistas de patinaje sobre hielo. Siempre decíamos de ir al Skating (pronúnciese a la española, no a la inglesa), pero al final nos acobardábamos y terminábamos yendo a caminar por la Avenida Gaudí. Cada tanto íbamos al cine, a ver El club de los poetas muertos (porque la había recomendado el profe de literatura, que también deseaba sentirse valorado), o la primera de Batman. Después íbamos a un bar y algún valiente, generalmente Yolanda, se esforzaba en que le sirvieran un vodka con limón. Como parecía de dieciocho, generalmente lo conseguía. Mientras, nosotros mirábamos el video de Sinnead O´Connor en la pantalla del bar y, avergonzados de nuestro aspecto de niños, pensábamos en cuándo llegaría nuestro turno para el vodka con limón.

Los recuerdos no son como el agua. Hundimos un palito y la superficie se quiebra, pero al retirarlo la imagen sigue intacta. O tal vez no, porque ha trancurrido el tiempo, y entonces, aún segundos después, las cosas no son las mismas.

Hay apagones por la sobrecarga de lucecitas navideñas. Yo siempre pensé que demasiada Navidad iba a hacer daño a la larga.

Mis amigas se quejan y trasladan cosas de su heladera a la de sus padres o sus tíos. Además hace mucho calor, el aire es demasiado denso para respirarlo, y los ocho pisos por escalera...

A los niños les gusta la Navidad, los regalos, las guirnaldas y todo eso, pero también les gustan los jueguitos que hay en Internet donde se puede matar a Papá Noel. Hay uno en particular donde lo ves derrumbarse en un charco de sangre, con la barriga al aire. El juego termina diciendo: Merry Chirstmas, shot again!

Casi siempre llueve cuando escribo, o hay olor a lluvia en el aire.

Cuando hay sol me gusta jugar a ser otra. Otra soleada, con sonrisas de sandía.

Es muy ambiciosos pretender vivir. La mayoría de la gente se conforma con sobrevivir. Uno sobrevive laboralmente, intelectualmente, emocionalmente, sexualmente, pero sería muy tonto llamarle a todo eso vida. A veces se convierte en vida, pero son sólo momentos. Para la mayoría eso está bien. Algunas mujeres terminan desangradas, pero son males menores.

Ahora hace frío. No termino de saber si soy una criatura del frío o del calor. Para vivir en un clima es preciso resignar el otro. Pienso que viviré en el frío cuando sea vieja y se me seque el cuerpo, pero ahora es una lástima despedirse del sol.

Bastantes años más tarde aprendí a patinar sobre el hielo. Un verano. La pista era diminuta. Yo no deseaba hacer piruetas, sólo deslizarme y dar vueltas rápido, más rápido. Ser una con el hielo, como a veces soy una con el agua. Pero tenía problemas para frenar; nunca aprendí a frenar del todo. Los patines tenían un raro color ciruela.

Escribir está hecho de tristezas sueltas e inconexas, de recuerdos inventados y sensaciones atrapadas como mariposas: al instante de clavarlas con un alfiler, pasan a ser otra cosa. Pero nosotros vamos corriendo a mostrar la nueva pieza de nuestra colección. Es una falena, decimos convencidos. Y nos extasiamos ante las alas metalizadas y azules.

Es bueno saber lo que las cosas son. Es un alivio. Una suerte, verdaderamente, que exista el lenguaje. Si no, todavía estaríamos tratando de hacerle entender al otro que eso que para él es un peine, es en verdad un erizo de mar.

Las verdades se disfrazan de mentiras. Y viceversa.

Apasionarse es una de las mentiras. Es tanto el deseo que tenemos a veces por las cosas, que pensamos que nos vamos a morir. Las tragedias, por suerte, pasaron de moda hace rato.

Me quedé sin velas. Los pabilos están hundidos en cera derretida, que aún huele un poco a vainilla, a naranja y jengibre. Escribiré sin luz. Pensaré en las personas que mojaban su pluma en tinta, en el ruido de la pluma al raspar el papel. Cuando escribir era una ceremonia. Todas esas personas están muertas. Escribo en mi memoria, guardo todo allí. Un día alguien conectará un cable usb a mi cerebro y bajará larguísimos libros. Probablemente tirarán el corazón a los perros o lo pondrán en la parrilla para el asado del domingo.

Ella había luchado con los perros para arrebatarles el corazón de su amante.

Pero ahora nadie lucharía por una víscera sanguinolenta, salvo que aún estuviera viva o pudiera volver a estarlo en otro cuerpo. Las vísceras muertas no tienen utilidad alguna; tampoco es aconsejable ponerlas en el fondo de una copa, rociarlas con vino y beberlas, como hacían antes algunas damas. Puede producir cefalea.

Él escribió: Now aeroplanes are crashing, who turned out the light?

Las dos trapecistas giraban sobre los aros como monjas, como grandes cuervos negros con sus faldas ahuecadas, allá en lo alto. La reina había colocado su cabeza sobre la piedra muy lisa y muy fría. Caía una lluvia de papelitos azul flúo. Un niño lloraba. Yo tuve miedo, pero no cerré los ojos.

miércoles, enero 10, 2007

Seis

El Claro de Luna de Debussy suena en una de las últimas escenas de una película de estafadores. Todos se van en silencio porque no queda más música para compartir. Cierran las cajas de sus instrumentos y se van a hacer otras vidas donde será preciso que esa noche en la fuente y todo lo demás sea olvidado.

La señora tenía el pelo blanco, un trajecito de esos a medida que usan las señoras mayores, también blanco, con flores rojas. Y zapatos blancos.

No puedo recordar si la vi en algún lado, si la imaginé o la soñé tal vez.

Tal vez soy yo. Seguramente seré una de esas viejas que combinan los zapatos con la cartera, el esmalte de uñas con el lápiz de labios, el audífono con el tono de piel.

La abuela esperaba.

Si la muerte está al caer, que me encuentre bien vestida.

Tengo miedo de que me falle la memoria, de recordar viejos amores y no saber bien cuándo los viví, si los imaginé o los soñé.

Es por eso que los viejos lagrimean a veces, a escondidas, sobre sus pañuelitos de percal.

Cuando afuera las paredes se mojan como la piel de los peces.

Recuerdo un olor suave y soleado a mandarina.

Cierta vez nos escampamos del colegio a la mañana. Ahí ya era más grande, acababa de empezar el bachillerato. Fuimos al parque de la Ciudadela. En las mañanas despejadas el pasto aparecía lleno de magnolias. O era sólo un deseo, porque el perfume de las magnolias es un momento escondido en el fondo de un aljibe, sigue abriéndose blanco con las mismas lágrimas de hace cientos de años. En días de semana, los parques guardan abuelos que miran los días. Se sientan bajo los magnolios y dejan que la tarde de agua se escurra en sus manos, para que los niños la beban y jueguen. Para que la escupan, la destrocen, la sueñen. Ese día alquilamos botes para andar por el lago. Una mañana nublada. Seguimos remando y riendo en ese lago, moviéndonos en círculos inciertos y haciendo chistes porque remamos tan mal que podríamos hundirnos, y debe ser asqueroso tener que nadar en el lago verdoso, lleno de algas. Después nos acordamos de los profesores, y los ponemos a remar por parejas, y llegamos a la conclusión de que ellos también se hundirían fácilmente, a pesar del latín y las fórmulas matemáticas.

Hay momentos en que se sabe que las cosas no están sueltas. Continúan como perlas interminables: donde el hilo se rompe lo continúa un sueño. Pensamos que los sueños no tienen mayor importancia.

Así es como a veces aparecemos en mitad de un instante que tiene sabor a otro, y el olor a fin de lluvia nos recuerda que en otro tiempo vivimos en un piso alto, un edificio de ladrillo con el balcón soleado y un toldo verde, desde donde mirábamos la placidez de las nubes. Allí estábamos por siempre a salvo, tan sólo con mirar.

No es posible acceder a ese tiempo: es algo que aún no llega.

Pero la sensación es tan agradable, una felicidad suave de tanta mansedumbre, donde no se desea nada más, donde no se extraña nada tampoco, y sin embargo no hay nada de lo que hoy se conoce.

En Navidad a lo lejos, las carnes huelen a naranja y ananá, clavo de olor y pimienta. Se cuecen lentamente en una dulzura insospechada, llena de guirnaldas de plata. La abuela me enseñó a pasar el dedo por la llama de la vela rápidamente, para no quemarme. Yo ponía la mesa, con las servilletas con dibujos de papanoeles, encendía el arbolito y me quedaba mirándolo por horas.

Afuera relampaguea.

Soñé también que salvaba a una ardilla. Primero, la ardilla, que corría por la calle, era atropellada. Pero se levantaba y seguía corriendo. Entonces yo la levantaba e iba hasta un kiosco a comprarle un sandwich de jamón.

Zapatos negros empapados, chorreando.

También vi cómo me mirabas en sueños.

Panambí e Irupé eran dos niñas que se convirtieron en mariposas. Las alas tomaron el color de sus vestidos: blanco y frambuesa. Una de ellas flotaba sobre una gran hoja, la otra la llevaba.

Y vuelve a llover.

jueves, enero 04, 2007

Cinco

Se puede ser turista de la propia ciudad.

Los niños siempre quieren descubrir algo nuevo a la vuelta de la esquina. Sonrisas de pasto fresco y helados. En el fondo de la casa, detrás de los pastizales que nunca se cortan, se tiende un sabor incierto en las tardes de verano. Del otro lado del muro vive la vecina que nadie ve hace años, sólo a veces asoma su cara en penumbras sin salir nunca de atrás de la puerta entornada. La gente dice que está loca, loca como una cabra, locura de campo que acaso no lastime. El viento sigue moviendo el pasto suave casi sin ruido.

La felicidad es cuando el heladero pasa despacito, con tiempo suficiente para detenerlo.

No dejar que la costumbre se apodere de las cosas. Mirar todo con grandes ojos nuevos. Estar alerta, porque en cuanto uno se descuida todo tiende a deslizarse hacia lugares conocidos.

Toda ciudad es un poquito como las otras ciudades. Tiene pedazos de otras, igual que las personas. Sólo hay que saber buscar los rincones que se alejan. Sólo hay que saber alejarse.

Lo maravilloso de esos lugares es que se podría no volver.

Entonces quedan sumergidos en el recuerdo que los envenena de verde, también despacito.

Salir y no saber dónde se va. La imprecisión, con zapatos gastados que pierden la tapita, o se les quiebra el cambrillón.

A veces uno olvida las palabras de otros idiomas, pero las recuerda en sueños. Soñando uno es siempre más inteligente, porque el sueño se escapa a la costumbre.

Un día sueño que intento salvar a un lagarto, a pesar de que no importa demasiado.

Al otro, que nos mudamos con mis papás a una ciudad lejos. Pero el departamento es oscuro, los cuartos dan a un patio común, con paredes manchadas de humedad gris.

El profesor dijo a sus alumnos: anoten sus sueños.

Y todos escribieron sus palabras con mucho cuidado.

Cuando era niña, solía ser feliz en diciembre. Todos los preparativos de la navidad son un acontecimiento mucho mejor que la navidad en sí misma. Por otra parte, la vida se ve mucho mejor de color rojo metalizado, o verde, o azul, redondeada y brillante adentro de una bola que refleja lucecitas que titilan. Por eso era lindo armar el árbol de navidad.

Al hundir los ojos en la escena tonalizada de rojo, se recuperan todos los otros años en que miramos la bola de la misma manera. Se entiende que todo sigue sucediendo, que es mentira que las cosas dejan de suceder. Se quedan guardadas como los adornos o el pino de plástico, reposando hasta que las miremos de nuevo.

Tenía un juego para los viernes, cuando salía del colegio. El juego consistía en salir a caminar sin rumbo fijo, a descubrir un barrio que no conociera. La complicación del juego era, claro, que podía perderme. Y eso era también lo que lo hacía fascinante. Las calles nuevas me hacían sentir distinta, vivir un pedazo de otra vida, que era la vida de las personas que caminaban todos los días por esas calles. La vida debería poder interrumpirse de golpe y convertirse en algo completamente diferente, una y otra vez. Nos perdemos muchas vidas posibles por elegir sólo una...pero tenemos miedo de que nos pase lo que a Alina Reyes, es un cuento que nos contaron varias veces de distintas maneras. Entonces, los otros que viven dentro de nosotros se van muriendo de a poquito.

Todavía veo esas calles, con unos ojos raros que no son los que guardan la imagen y el espacio, sino los que guardan las sensaciones. Pasé por la puerta de una droguería, cambió el semáforo, cruzó una chica con un perrito, la luz del cielo se iba apagando...nada de eso es nada.

La feria donde comprábamos los adornos era siempre en alguna hora entre las seis y las siete, cuando el cielo se vuelve más azul, se estira apagándose y uno podría llorar un poco por el día que se va, si se detuviera un instante, pero en general eso no sucede. En invierno, son horas donde hay una espuma de tristeza, un deseo de chocolate y estrellas, pero muy tenues, casi invisibles. Toda la felicidad era el crepúsculo en esa feria y saber todo lo que vendría. Mi adorno favorito era azul, un azul translúcido y opaco, alargado, con vueltas de purpurina plateada. No había nada más lindo. La abuela había hecho un adorno clavando alfileres con puntas de colores metalizados a un calcetín. En la feria siempre estaba anocheciendo, apenas un rato era de día, y a medida que se hacía más de noche, uno era más feliz. Vendían turrón y manzanas con caramelo. Era en una plaza y los senderos levantaban polvo. Hacía frío y la gente compraba uvas.

Sería todo especial, porque me pondría un vestido especial y me dejarían tomar media copita de sidra. Y porque habría muchos regalos. Y prepararíamos una comida especial también, y la serviríamos sobre platos especiales.

La gente se queja porque no suceden cosas especiales. Somos perezosos con lo especial, esperamos que venga a nosotros y nunca se nos ocurre hacer al revés.

Cuando era adolescente, mi amiga Claudia solía pedirle a los ángeles que sucedieran cosas especiales. Hacía ceremonias raras, como llenar baldes de agua con azúcar y dispersarlos por toda la casa. Y prender velas rosadas diciendo palabras inconexas que sacaba del libro de latín de su hermano. Ya en la adolescencia uno empieza a volverse perezoso. También es una manera de tener una excusa para enojarse con los ángeles, con dios y todo el mundo. Todo porque papá no nos deja quedarnos a bailar hasta tarde.

Cuando tenía 12, nunca me había escapado del colegio. Una mañana decidí hacerlo y fui a la feria. Era raro, porque era de mañana. Compré pipas de calabaza. Estaba nublado. Fui a casa y me puse a bordar un mantelito con punto de cruz para regalarle a mi mamá. En la escuela teníamos clase de bordado. Yo aprendía a bordar y tocar el piano. Ah, sí...también tenía un gato. Era la época de mis cosas Dickens. Las niñas impresionables atraviesan épocas Dickens, épocas Alcott...épocas D’Amici, incluso. Se obsesionan con la bondad y quieren morir jóvenes como Beth, hasta que en un momento alguien les pincha el globo, cuando descubren que el amor de las damas agitando su sombrilla entre suspiros, es en realidad un disfraz del sexo. Y ahí todo se complica, y no hay vuelta atrás. La vida con sexo es mucho más complicada.

Es una lástima que los niños sensibles descubran el sexo con culpa, pero no sé si podría ser de otro modo. Con el sexo se renuncia al mundo de la magia y se ingresa al mundo de las confusiones, de las relatividades. Por hacer las cosas especiales se podía todo, incluso ser ridículo, ser grotesco, ser torpe. Ahora todo eso está mal. Se corre desesperadamente a ser deseable, a buscar las cosas que los otros dicen que son especiales. Ahí los niños son ahogados hasta morir, o casi...Cuando ya no pueden hacer las cosas especiales, cuando la magia es algo que queda afuera. Hoy, por cierto, los niños son ahogados mucho más temprano.

Sé que si amo a alguien es porque tiene aún algo de niño. De niño que puede respirar debajo del agua.

Y algo felino en los ojos, que desafía al mundo observándolo.
 
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