domingo, octubre 29, 2006

Uno

A Aglaja Veteranyi

Decidió un día bajarse del mundo.
Ahora yo la leo.
Es necesario hacer silencio para que puedan brotar las cosas.

Cuando un mundo me pierde, otro me gana. He sabido que no se puede estar en dos mundos al mismo tiempo y quedarse ahí. Entonces veo despacio, como desde afuera, cómo uno de los dos cede y muere, y enseguida parece algo tonto y rosado que no era verdad. Se vuelve algo pequeño que se puede guardar en el bolsillo como una bolita de vidrio.

Los mundos no se deslizan unos sobre otros sin que eso duela. Siempre tiene que doler, cuando hay algo que está yéndose y no se lo puede parar. Se mira lo que se va con la cara pegada contra el vidrio lleno de gotas, de postes de teléfono que pasan uno tras otro, todos iguales, si quedaran postes todavía.

Decía que allá donde madre estuviera enterrada y fresca con sus largos cabellos, crecerían las frutillas; las frutillas tendrían sabor a madre.

Se quiere devorar gustoso un mundo incomprensible.

Y resolver todo con la música.

A pesar de todo, no es el pensamiento lo que permite pasar de un mundo a otro. Hay un mundo donde se pasa a través de la costumbre, el mundo que da vueltas sin mirar quién cae. A causa de ese mundo yo escribo aquí mientras alguien más muere lejos, sin que nunca podamos conocernos ni saber cómo eran nuestras lenguas o nuestros ojos.

El otro mundo tiene muchas puertas, tal vez ninguna, y llega de pronto como un agua que sube desde un géiser. Pero como se está en el otro mundo, donde las cosas no explotan porque se callan mucho tiempo, entonces es apenas un burbujeo.

Aprendí lo que era un géiser leyendo comics de los personajes de Disney. Tal vez antes sí les sucedían cosas interesantes, cosas inquietantes incluso. Tal vez las cosas que les suceden a los personajes de Disney pasan en un nivel más abajo, tienen un resorte que salta justo en ese otro lugar donde después cuando crecemos no podemos mirar de nuevo. Entonces hay un mundo azucarado de fantasía que no es cierto, pero tampoco pasan cosas malas o siniestras. Son sólo cosas extrañas. También los personajes de Disney comen frutillas.

En una de las historias, Miki y su amigo pasan mucho tiempo dando vueltas en auto de noche, y en la parte de atrás del auto guardan bolsas de un autoservicio, pero luego descubren que hay algo raro con el nombre, con las bolsas, con las cosas que compraron. Quieren descubrir algo, pero están demasiado asustados por todo lo que pasa con las bolsas de noche y las provisiones para comer en el auto. Esa historia lleva a un lugar donde no querían ir. Así se ven de pronto en el reverso de su propia historia, se ven tontos y pequeños y rosados, y saben que está bien tener miedo.

Cuando relampaguea como esta noche, yo deseo que llueva de una vez. La lluvia levanta el olor de la tierra. Pero ahora hay un aire pesado que se enfría despacio, cada vez más húmedo, sigue estirándose y espera desdentado.

Un dramaturgo suizo dice que el problema hoy es que nosotros no podemos morder las cosas.

Yo soñaba a veces ser una mujer devorando un animal muerto en la nieve.

Porque la nieve y la sangre roja tienen color de cuento.

Es bueno llenarse la boca de sangre cuando todo está dormido. Cuando nadie sabe.

Como no podemos morder las cosas, las pensamos. Entonces nos morimos de mundo, de pensamiento. Nos morimos pensando “así que así es la muerte”. Tal vez se recuerda el sabor de la sangre y las frutillas. El olor de la lluvia que no llegaba todavía.

Uno de los mundos es un gran hospital que administra anestesia. Se vive tranquilizado de blanco. Se gira muy rápido con todos los colores, hasta que no queda ningún color. Entonces se está en paz, pero no se sabe. Las novias y los crisantemos de las coronas están llenos de paz, como las cortinas nuevas y las comuniones de los niños de ojos grandes. Abajo los colores se ahogan, se asesinan unos a otros por el blanco que es tan puro y delicado como una sonrisa de algodón o un diente de perla.

Se muere por decirse a uno mismo la verdad y que alguien escuche cómo morimos verdaderamente, cómo pasamos de un mundo a otro y cómo duele, aunque no tenga la menor importancia.

El hospital conduce la sangre roja por tubos transparentes, la hace colgar boca abajo en pequeños saquitos, la impulsa con pequeños corazones de plástico. Se fantasea con entrar en las vísceras de las personas cuando no pueden impedirlo. El turismo visceral será a lo mejor la última forma de la intimidad. Se podrá mirar a alguien y recordar cómo eran sus alvéolos y la tonalidad de las células de su hígado.

Se quiere devorar a todos aquellos que están suspendidos entre dos mundos. La madre colgaba de los cabellos y no era de nadie. Una piel vacía a lo lejos.

El otro mundo llama con timidez, llama a los golpes y a los gritos y entonces se termina odiándolo, porque debería ser blanco e indoloro como el aire. Se viola y se desgarra para que las cosas sean blancas hasta enceguecer.

La lluvia llena de agua las cosas. Por eso nadie recuerda lo que aprendió mientras llovía. Los recuerdos se llenan de agua, son manchones traslúcidos de acuarela donde un color deja ver otro, y otro, y nunca se termina.

El otro mundo espera en la penumbra a que el blanco se ensucie y se deshaga, que las cosas se descascaren como el techo de un baño antiguo y se vea lo que hay debajo. El otro cielo es triste, es celeste desvaído y sucio porque es menos, o pobre, o mal vendido. Nadie va para quedarse. La gente entra y sale con miedo, vuelve siempre a escuchar la música de la calesita. Los caballitos giran y giran atravesados con palos de punta a punta. Las cosas bellas deben ser clavadas con alfileres para verlas mejor. Es bueno ir a ver cómo vive la gente en los lugares oscuros y bárbaros, porque es un pedacito del mundo como era y por suerte ya no, por suerte se puede volver.

Se vive turísticamente.

Se es paracaidista de las cosas. Un buen día se cae sobre uno mismo. Tampoco se entiende nada.

El placer de comer frutillas con crema ya no tiene nada de la tierra donde crecieron las frutillas. Nadie quiere llenarse la boca con tierra.

Ella abrió un túnel al otro mundo, el que siempre quiere absorberme.

Si lo logra, no quiero ser carne para nadie más.

Devoraré con mis propios rituales.

No hay ceremonias en el hospital. Sólo en la iglesia. El mundo está huérfano de ceremonias.

Se entiende, finalmente, que no se puede escapar de donde uno siente el sabor de las cosas como de uno. Las cosas que parece que brotaron del cuerpo, y eso es lo que no se puede, no se sabe cómo decir a nadie. Se quiere que otro entienda ese mundo sólo para pertenecerle un poco más. No al otro, sino a esas cosas que llaman y absorben desde abajo. Extrañamente, para algunos la felicidad no está hacia arriba, sino hacia abajo.

Antes, la gente que no sabía llamaba a esas cosas demoníacas. Luego, a partir del hospital, pasaron a llamarse demenciales. Por culpa de la gente que sabía y no quería saber. Todo lo malo, negro y rojo contra lo blanco que ahoga, blancura de lavandina y de jabón de ama de casa vendido con sonrisa de espuma.

Yo me he vendido largamente.

En el mundo de costumbre todas las cosas son vendidas y compradas. Se entiende fácil. Lo fácil es ajeno al mundo mudo con su boca cosida, guardado en un desván, llorando atado como un animal o un loco.

Siempre hubo un mundo de vísceras y símbolos y raíces y sueños y cosas para ser muertas y arrancadas, pintadas a la cal y convertidas en paredes.

Ella (otra ella) dijo: la verdad de esta vieja pared.

Ese mundo escribe a veces.

Para no ahogarse del todo.
 
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