domingo, diciembre 10, 2006

Dos

Escribo desnuda.

Me gustaría que mi cuerpo estuviera sumergido la mayor parte del tiempo. Escribir con gorgoteos.

Pienso que las mujeres escriben mejor cuando quieren morirse. A veces ellas no lo saben, pero lo saben sus cuerpos. Cuando una persona quiere morir, en lo primero que se nota es en el lenguaje. Las letras salen crudas y por eso incomodan. En general, la escritura tiene muchos procesos de cocción. Se recalienta el mismo plato. A la gente le gusta comer de ese plato siempre y cuando parezca haute cuisine. Nos gusta que elaboren las cosas porque parece que se toman la molestia especialmente para nosotros.

Cuando todo queda así crudo se parece al sexo de madrugada con alguien que no veremos más.

No ver más se parece a la muerte. Queremos ver cosas todo el tiempo.

Por eso la gente cree que los ciegos son las personas más desgraciadas. No pueden ver las cosas lindas del mundo. Tienen que conformarse con imaginarlas como quieran.

No sé si es igual con los hombres. También se nota cuando quieren morir. Pero no dejan tanto que eso se meta en su escritura, porque aún sobreviven más de lo que mueren en ella. No dejan que se filtre tanto la hermosura de las cosas escondidas que acechan.

Como una flor nocturna allá en la sombra me abriré dulcemente para ti, escribía ella.

Las flores tienen un veneno que puede intoxicar a los desprevenidos, especialmente a los niños.

Cuando era niña quería vivir adentro de la heladera. Se apaga la luz y yo me duermo sobre la escarcha. Me gusta ver humear los cubos de hielo seco.

Las tardes de lluvia me acuerdo del cumpleaños de mi amiga Alba. Era su último cumpleaños porque sus padres se mudaban a otro lugar, entonces estaba a punto de morirse para nosotros. Mi madre me llevó a su casa, un edificio muy lindo que tenía flores doradas grabadas en las puertas del ascensor. Llovía. Tal vez por eso nadie más fue al cumpleaños. Comimos croissants rellenos de chocolate en la cocina, toda limpísima y marmolada. Nos pusimos gorros de papel metalizado y escuchamos canciones de Los Parchís. Yo tenía ganas de llorar. No tanto como aquella vez en el aeropuerto, que me agarraba de la columna para que no me llevaran. Las despedidas no son fáciles para nadie.

Cuesta soltar las cosas porque se van a un lugar donde no podemos verlas. Ahora tal vez pueda tipear el nombre de mi compañerita en Google, tal vez me entere de que está casada con un peletero o el dueño de un restaurante en Platja D’Aro. Tal vez tenga hijos, tal vez tome antidepresivos, tal vez lleve una vida rosada y feliz. Puede que esté muerta de algo que pasó después de la mudanza, varias cosas que comenzaron a encadenarse desde el momento en que me decía adiós con la mano desde la puerta blanca del ascensor bordeado de flores. Yo creía que eran flores de oro. Caían en cascada inevitable, soltadas de la mano de la princesa de un cuento.

La culpa siempre es de las flores que relumbran.

Antes la gente desplumaba gallinas. Muchas mujeres degollaban gallinas y hundían sus manos en las vísceras calientes. Las casas olían a pluma y a piel de pollo. Las mujeres olían a niño, a sexo, a salsa de tomate. Ahora no pueden oler más que a una cosa por vez.

Se enseñó que las casa y las personas debían oler a flores de plástico, a flores imposibles. Señoras sonrientes y bien peinadas pulverizan ese perfume sonriendo, demostrando con eso que la felicidad empieza siempre por un buen perfume y un peinado adecuado. Es por eso que los sábados las peluquerías se llenan de señoras que desean estirar y pulverizar sus cabellos, y que el día de la madre las perfumerías no dan a basto. Madre es ahora un perfume suave e inofensivo a sábana limpia y ropa nueva.

Tal vez el corazón de la gallina sigue latiendo unos segundos más, tal vez al hundir las manos es posible sentir su corazón sin sentir pena.

Mi madre lloraba cuando le sirvieron el caldo de su gallina favorita. Estaba siempre dando vueltas en el cuarto donde las mujeres cosían. Se murió al tragarse una aguja.

Alba no podía saber nada de eso, guardada en su cocina de mármol y chocolate.

La gente guarda a los niños para que no sepan. Les cuentan cuentos donde los malos son gigantes y brujas deformes que viven lejos y mueren electrificados cuando intentan pasar al otro lado del muro.

Mi abuela tuvo una tía que murió muy joven. Tenía pulmonía y se vistió para ir a un baile. En esa época no quedaba bien querer bailar más que vivir, y eso sigue siendo así todavía. Yo trataba de imaginarme a mi tía bisabuela con su vestido blanco de debutante, las mejillas demasiado rojas, el corazón girando en un vals derramado de flores y sangre. Seguramente tosería sangre. Ojalá que hubiera muerto en el salón, mirando la luz tibia de los candelabros o la cara del hombre que deseaba que le hiciese el amor. Todas las familias deben tener una virgen que muera joven. Es necesario para que los dioses no nos castiguen demasiado.

Cuando la gente tenía fiebre, se creía que era bueno sumergirlos en una tina llena de agua helada. Si esto no surtía efecto, se reemplazaba el agua helada por agua caliente. Una vez vi morirse a una mujer así, en una película. Salvo excepciones como Marat, las que mueren en las tinas suelen ser las mujeres. O los niños. También se creía que era bueno hacer sangrías para eliminar toda la sangre mala. El médico de María Antonieta decía que su sangre se acaloraba cuando estaba en el Temple. Tenía hemorragias. Perder sangre es otro ritual necesario.

En el cuento de Los cisnes salvajes, una joven era amada por doce hombres y seguía siendo pura. Por eso la hoguera donde querían quemarla se cubría de rosas.

El incesto era algo común, sobre todo entre reyes y príncipes.

En algún momento el agua que fluía se estanca y comienza a pudrirse. En la superficie aparecen capas de hongos que flotan a la deriva.

Agua estancada.

Agua encantada.

Cuando se está a punto de saltar a un río desde cierta altura, uno siempre piensa que se puede morir. No se sabe si debajo hay una gran piedra que no vemos a simple vista, o una corriente subterránea que nos impedirá volver a la superficie.

Cuando caigo y mi cuerpo flota en el aire, sé que es irreversible.

Al entrar al agua, todo se ensordece.

He entrado en otro mundo.

Veo grandes peces huyendo.

Veo el tamaño de la piedra sumergida que no vi desde arriba. Pienso que mi madre se moriría si supiera que he muerto por una enorme piedra, contra todas las enseñanzas y pronósticos.

Veo que estoy viva en otro mundo.

Abro los ojos.

Mi sangre se enfría como si la hubiera dormido en la heladera.

Estoy adentro de una inmensa tina burbujeante y llena de vida.

Estoy extrañamente viva.

Si miro hacia arriba puedo entrever el sol a través del agua.

La niña salió del agua y caminó desnuda hacia la costa que brillaba al sol. Allí fue vestida por el hijo del rey, quien la tomó por esposa.

O bien: la niña nunca salió del agua y se convirtió en una sirena.

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